lunes, 20 de noviembre de 2017

Te prometo intentarlo

Hace unos días volví atrás en el tiempo. Volví a leer aquello que escribí hace tantos años y me sentí tan lejos de aquellas palabras que ya no recuerdo quién las escribió. Y, aparentemente, fui yo. O por lo menos es lo que me recordaste. Hoy me vuelves a pedir que te escriba, que vuelva a poner con letras y guiones lo que tienes dentro. ¡Y qué difícil, amiga! Porque, ¿si no te entiendes tú, cómo voy a hacerlo yo? Te prometo intentarlo.

Intentarlo como llevas intentando tú llenar tu casa de cuadros, de dibujos que te digan que vales todo el oro del mundo y que no hay nadie como tú. Y créeme, amiga, que no necesitas de viñetas que te lo digan, porque ya te lo digo yo. Eres única en tu especie, nadie se ríe como tú y mereces pasarte la vida riéndote, y que lo único malo que te pase sea ese dolor de estómago que llega por las agujetas de una felicidad desmedida.
 
Ilustración: Sara Herranz
Y créeme, amiga, que si te he visto reírte así, haré todo lo que esté en mi mano para que vuelvas a hacerlo. Te prometo intentarlo. Intentarlo como llevas intentando tú despertarte por el lado derecho de la cama, porque el izquierdo ya está ocupado. Y créeme, amiga, que sé que vas de hotel en hotel buscando algo que te haga reír como antes. Y déjame decirte, amiga, que aquello no está en los minibares de tus hoteles de gran ciudad, ni en los aviones a los que te subes cuando todavía no ha salido el sol. No. La felicidad, amiga, tampoco está en el norte, en ese norte que tanto adoras cuando lo que ocurre es que acabas perdiendo el sur. Ni siquiera está, como dice Andrés Suárez, en una noche de verano porque Benedetti en tus pupilas.
 
Ilustración: Sara Herranz

La felicidad y esa risa tuya tan tuya está aquí dentro, en el fondo de un fondo de saco del que salimos marcha atrás y en lo más profundo de un sofá rojo que hace tiempo que nos llama a gritos. Porque no importa la distancia si seguimos escuchando tu risa a través de notas de voz. Te lo dije una vez, y con todo el amor del mundo te lo repito: el gris, amiga, no va contigo. Igual con esto no consigo hacerte reír, pero… Prometo intentarlo.


A B.G.V porque si la escucharas reír, no querrías verla llorar

jueves, 16 de noviembre de 2017

¿Qué pasa, chiquilla?

Las ocho es mala hora para coger el coche en Madrid. Sabes que tienes atasco seguro, y lo que viene con ello: el cerebro se enciende y empieza a trabajar. Empiezas a pensar en el trabajo, en las relaciones, en la vida… Y poco importa el conductor de al lado y su búsqueda intensiva de vida más allá de sus fosas nasales. Sigues abstraído en tu mundo. Y luego suena la música. Y en KISS FM deciden volver a un tiempo pasado y escuchas los primeros acordes de “Big Big World” de Emilia. (¡Qué fuerte, me había olvidado ese temazo!). Y entonces ya no hay vuelta atrás.
 
Ilustración: Sara Herranz

Y yo, big big girl in a big big world, me pongo a pensar en el día que llevo, en que tengo los hombros cargados con toda la tensión acumulada, el estómago vacío porque no me he acordado ni de comer y los ojos pesados, como si llevara un cuarto de tonelada de máscara de pestañas.

Y entonces llegas tú, así, de la nada, a recordarme lo mucho que te echo de menos y el alivio que hubiese sido una llamada, escuchando aquel “¿Qué pasa, chiquilla?”. Pero no un “chiquilla” como el grito de guerra de Seguridad Social, sino algo tierno, con cariño, porque sabías desde el principio que aquello de pequeña no iba conmigo y que lo de gordi y amor lo reservábamos para alguien que no fuéramos nosotros. Porque no éramos de esos. Éramos de los de en la vida y en la muerte y que la muerte nos pille viviendo. De los de noches enteras de verdades, de notas debajo de almohadas y de tortitas con chocolate.  ¡Joder, cuánto te echo de menos!
 
Ilustración: Sara Herranz

Y es egoísta por mi parte, porque siempre pienso en ti cuando algo va mal, cuando necesito que saques el as de la manga y me des la solución a cualquier incógnita, porque eras mi comodín. Siempre tenías algo que decir, aunque no fuera lo más inteligente, pero me hacías reír. Y nunca hubo amor entre nosotros, no era de eso. Era otra cosa, una historia de aventuras, de querer recorrernos el mundo empezando por una pequeña isla. Y alimentarnos de pollo al curry y de copas en vaso de plástico. Y todavía me acuerdo, y mira que han pasado años, de la forma que tenías de sonreír. Aunque la vida te diera palos y estacas, tú seguías sonriendo, porque así eras, porque así espero que sigas siendo.

Ilustración: Sara Herranz

Y que ya no estás es un hecho con el que hace tiempo que vivo y convivo. Sé que eres feliz, que sigues coleccionando horizontes, victorias y canciones de Paolo Nutini. De vez en cuando te escribo, te cuento cómo me ha ido el día, que progreso en el trabajo, que tengo infinitas dudas de cuál tiene que ser mi siguiente camino, que es tu cumpleaños y que vendería un pedazo de mi alma por poder volver a escribirte un minuto antes de que acabe, y volver a escuchar tu ansiedad por pensar que me había olvidado. Son años sin verte, pero nunca sin ti. Aquí sigues, aunque sepa que los caminos se separan, porque lo que es de verdad no muere nunca. Y todavía sigo esperando a que leas esto y suene mi móvil con un: “¿Qué pasa, chiquilla?”

martes, 7 de noviembre de 2017

CEO de mi propia vida

Hace tiempo leí un artículo que se titulaba algo así como “Somos demasiado jóvenes para estar tan tristes”. Estaba basado en la frase de una ilustración de Sara Herranz (que, por cierto, saca nuevo libro y estoy deseando tenerlo entre mis manos). Recuerdo leer acerca de la depresión –qué palabra tan fea-, de la impotencia que sienten algunos por no llegar. ¿Llegar a dónde? A algún sitio con vistas, espero.

Recuerdo pensar en mí, en que yo no estoy triste, pero sí que soy joven. Soy todo lo joven que me proponga.
 
Ilustración: Sara Herranz
Ilustración: Sara Herranz

Sigo con mis veintiséis años a cuestas, disfrutando como si tuviera quince y valorando la vida como si fuera la primera vez que la vivo. Y yo, con mi juventud a la espalda, no estoy triste.

Estoy con ganas. Infinitas. Ganas de comerme el mundo, de comerme los conflictos que lleguen y aprender de ellos. Estoy con ganas. Con ganas de ser quien quiero ser, no quien me impongan. Ganas de hacer y deshacer. Estoy con ganas de equivocarme. Con ganas de dejarme la piel, el alma y hasta los huesos en aquello que creo. Estoy con ganas de hacerlo todo, lo que sé y lo que no sé. Porque si no lo sé lo aprendo, y si lo sé lo aprendo también.

Soy tema aparte. No estoy por encima ni por debajo, soy como tú y como todos. No, miento, no soy como nadie. Y casi…mejor. Yo tengo las riendas, yo tomo las decisiones. Soy CEO de mi propia vida.
 
Ilustración: Sara Herranz

Me gusta eso que se dice ahora de que los jóvenes no sabemos a dónde vamos, ni sabemos lo que queremos, que no levantamos la vista de la pantalla de nuestros teléfonos y que no sabemos vivir. Me gusta que se diga, porque me gusta y me encanta demostrarles lo equivocados que están.

Los jóvenes –los de ahora, los de siempre- tenemos la fuerza y sobre todo, la valentía, para mover el mundo en dirección contraria. Paramos el tiempo con un click y con otro lo retomamos, todavía más deprisa. Somos los que no nos conformamos con una vida de un rato. No, nosotros somos los de “todos mis ratos”.

Soy –y somos- los jóvenes del ahora. Los que salen en las noticias bajo el titular “un grupo de jóvenes…” Sí, sí, somos esos. Los que creamos empresas y nos dejamos la piel en ellas. Los que comemos en diez minutos porque el postre no es más que una pérdida de tiempo. Porque la vida es aquello que pasa mientras esperas que te traigan la cuenta.
 
Ilustración: Sara Herranz

Somos los todoterreno, los huracanes. Los que arrasamos con todo y no dejamos títere con cabeza. Somos los que pensamos antes y después de actuar. Los que no nos arrepentimos por nada. Porque si lo hicimos, fue por algo, ¿verdad? Somos los que cambiamos de trabajo como de camiseta, porque no nos conformamos, porque innovamos hasta en la funda de nuestros teléfonos.

A nosotros no se nos puede definir, ni millennials, ni generación Y. Nosotros somos únicos, cada uno distinto. Basta ya de categorías, de estándares, de meternos a todos en el mismo saco. Ni la edad, ni el país, ni la cultura… No hay rasgos comunes con los que puedan segmentarnos. Porque quizá lo único que tengamos en común es nuestra pasión por el sushi, las series de Netflix y las frases de Defreds.