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viernes, 27 de septiembre de 2013

Y a ti, ¿qué te mueve?


Quiero compartir con vosotros esta canción. La habré escuchado sino mil, dos mil veces. Es de esos descubrimientos que de repente te pone una amiga en el coche y te transporta a lugares desconocidos. Te bajas del coche y media hora más tarde sigues cantándola -o intentándolo-. 

Me suele pasar. Descubro una canción y no puedo escucharla solo una vez. Necesito más. Pero supongo que eso nos pasa a todos. Siempre necesitamos más de lo que nos hace sentir. 



Una vez me hicieron una de las preguntas más complicadas y a la que me costó mucho responder: "¿Qué te mueve?" Me quedé con la misma cara de besugo que acabas de poner tú. ¿Cómo que qué me mueve? Sí, qué te mueve, qué te hace sentir algo, qué te emociona, qué te pone la piel de gallina. 

Estuve pensando durante años qué me movía. Supongo que cuando eres un adolescente pubértico, con más cambios de los que te gustaría, con las hormonas flotando a tu alrededor como moscas despistadas y con la ridícula idea de ser capaz de caminar sobre las aguas, entonces nada te mueve. Por lo menos, no lo suficiente. 



Es entonces, cuando creces, aunque sea físicamente -abogo por la juventud mental, por sentirse niño hasta el final de los tiempos- cuando te das cuenta de las pequeñas cosas que te hacen temblar. 

Tu canción favorita en la radio, la primera película que viste con Él, una visita inesperada de un amigo muy esperado, una noche de sushi, una broma amigable con amigas que tres días más tarde todavía te hace reír a carcajadas, la primera partida al GTA V... No sé. Hay tantas cosas... 

Lo peor de todo es que no somos conscientes del valor de ciertos momentos. No. No lo somos. No intentes decir que sí porque puedes estar viviendo el momento más emocionante de tu vida y no te estarás dando cuenta. Es más. No te darás cuenta del valor de tus vivencias hasta que dejen de ser vivencias y se transformen en recuerdos. 



La vida es así de traicionera. Pero también nos permite mirar atrás y ver lo bueno, únicamente lo bueno. 

Recuerdo la etapa del colegio. Por aquel entonces, cada vez que abría un ojo al son del despertador, pensaba que me esperaba el infierno. Peor que eso. El sótano del infierno. Ahora, años más tarde, paso por delante y me acuerdo de todas aquellas personas que compartían aquel cuarto de calderas conmigo. Me veo a mí misma con la falda verde-moco y la camisa de cuadros antitodoloestético, pero no recuerdo los interminables deberes, ni las insufribles clases de gimnasia modo corretodoloquepuedas y
hastaquenotemuerasnoparas. No. Recuerdo las risas tomando el sol, las notas entre pupitre y pupitre y los morenazos de un par de años más a los que veías tras las vallas fumándose un cigarro. 



Pensar en todo aquello. Eso también me mueve. 



Sin desacreditar al genio Bukowski, 
yo te digo que busques lo que te mueve, 
deja que te cale dentro, 
que te traspase la piel, 
que se cuele por cada poro 
y te emocione hasta doler. 

martes, 3 de septiembre de 2013

La vida no es suficiente

Llega septiembre, y con ello la despedida más dura. Te despides de quien eres y empiezas a ser quien todos esperan que seas. Atrás dejas las vacaciones, que aunque se dice que están para no hacer nada, yo creo que están para hacerlo todo

Todo es mejor en verano, eres libre, sin esa palabra tan fea que se parece a responsabilidad, sin seres tóxicos que te obliguen a intoxicarte tu también, sin códigos ni límites. Sí, sobre todo eso, sin límites. 

Rompes las reglas. Empiezas a hacerte fan de los amaneceres y ver atardecer se convierte en un anticipo de la magia que te espera. 



Todos tenemos nuestro pequeño rinconcito de paraíso. Nuestro pedacito de Edén. Allí eres feliz. Eres feliz, sin más. De esa clase de felicidad que te pasas todo el año deseando volver a sentir. 

Mi trocito de cielo no es un trocito. Es el cielo en sí. Es el paraíso en la tierra. El agua es transparente como el vidrio y la arena blanca como la nieve. Los árboles cubren el monte como si de un manto verde se tratase. Cuando cae la noche la luna sirve de linterna y el cielo conforma una autopista donde las estrellas fugaces corren a traición. Me duermo escuchando como el silencio se funde con el romper de las olas. Y créeme, no hay sensación mejor ni sonido más bello.




Muchas noches la memoria desaparece bajo gotas de alcohol y música bajo tierra, duermes con las primeras luces del día y te despiertas confuso, con rugidos en el estómago y una risa permanente que se va acrecentando a medida que los recuerdos vuelven a tu mente. 

Y a veces, tienes la suerte de que tus amigos pongan banda sonora al verano. No me gusta hablar de "amigos de verano", ni ninguna de sus variantes. Parece como si esas personas solo fueran importantes cuando el calor aprieta. Me gusta considerarles parte de mí, protagonistas de mis días y culpables de la melancolía que trae septiembre. No importa lo maravillosa que sea la playa, ni lo bonito del cielo, ni lo cálido del mar. Si no están ellos, de nada sirve el paraíso. 

Son familia, te sujetan durante esos meses y, aunque tengamos que romper todas las hojas del calendario hasta volver a verles, el cariño es el mismo, siempre hay historias que contar, y gracias a algún amigo artista, canciones que cantar al ritmo de una guitarra sin cuerdas. 

Y, de repente, todo se termina. 




Despiertas en una realidad que se parece más a la muerte que a la vida. El móvil, que antes solo lo utilizabas a modo de cámara, ahora se convierte en tu peor enemigo. No deja de sonar, despertándote por las mañanas y recordándote quién tienes que ser. 

Todavía tengo en el pecho la sensación al irme. Un disparo hubiera sido menos doloroso. Quieres llorar pero el ajetreo del viaje no te lo permite. Recuerdas la noche anterior y pagarías todo el oro del mundo por volver, darle a pause, o incluso que sucediera como en aquel anuncio que tuvo tanto éxito: darle un sorbo a una cerveza y que todo volviera a empezar. 

Pero todo se termina. 




Como me dijo mi amigo Pepe una vez... 
"Adiós realidad, adiós que te pierdas"